Juan
Madrid "Un viejo hábito"
Un coche negro, grande y
silencioso aparcó en el jardín trasero de una casa de las
afueras. No era un verdadero jardín, sino un patio lleno de escombros y
matorrales. El motor cesó y las luces de sus faros se apagaron.
En una habitación de la
casa dos hombres jugaban a las cartas sobre una mesa. La habitación
estaba mal iluminada y, además de la mesa y las sillas donde estaban
sentados, había otras dos sillas apoyadas en la pared y un armario oscuro
y viejo.
A uno de los hombres le faltaba
la pierna izquierda desde la rodilla y usaba una prótesis que rechinaba
y crujía cuando la movía. El otro era flaco y macilento, peinado
con el pelo hacia adelante. Jugaban ensimismados, pero cuando escucharon el
ruido del coche, sus músculos se tensaron.
—Alguien viene, Portugués
—dijo el Cojo, dejando las cartas sobre la mesa—. ¿No había dicho
el jefe que nos llamaría por teléfono?
El otro levantó la cabeza
y sus ojos se movieron inquietos a izquierda y derecha.
—Sí, eso dijo. Nos
llamaría para decirnos dónde teníamos que ir a por la
pasta.
El Cojo sacó de las
profundidades de su chaqueta una automática del 22 reluciente y satinada
por el uso, y se puso de pie con un seco chasquido. El otro le siguió
empuñando una Astra del nueve largo. Avanzaron hasta la puerta y se
colocaron uno a cada lado con las armas dispuestas.
Una llave giró en la
cerradura, la puerta se abrió y un sujeto alto, bien vestido y con la
tez dorada por la insolación artificial se detuvo en el umbral. Al ver a
los dos hombres apuntándole con sus armas, dio un respingo.
—¡Eh! —exclamó—.
¿Qué es esto? ¿Estáis locos?
El Cojo bajó la pistola,
emitió un largo suspiro y el recién llegado cerró la
puerta y se sentó en una de las sillas Los dos hombres guardaron sus
armas y observaron cómo el recién llegado extraía un
paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta y encendía uno con un
encendedor reluciente.
—¿Ocurre algo,
señor Robles? —preguntó el del pelo echado hacia adelante—. Usted
nos dijo que nos llamaría.
—Nada, Portugués, pero
sentaros. Tengo que deciros algo.
—Usted dijo que nos
llamaría —insistió.
—No he podido llamar. Sentaros
—golpeó suavemente la mesa.
Los dos hombres se sentaron. El
Cojo tuvo que traer otra silla y arrimarla. El del pelo comenzó a
recoger las cartas despacio.
—¿Ha traído la
pasta, señor Robles? —dijo de nuevo con voz suave.
—No, ha habido problemas. De eso
os quería hablar.
—¿Qué clase de
problemas?
—Déjale hablar,
Portugués, no le interrumpas — manifestó el Cojo.
El aludido se pasó una
mano larga y sarmentosa por la cara y sus ojos se clavaron, hipnóticos
en el otro hombre.
—Os dije que nada de muertes,
¿os acordáis? El trabajo era dar un aviso a esos dos bocazas.
Sacudirles un poco, sin pasarse y nada más. Os contraté para eso.
Corregirme si me equivoco.
—Pero, bueno, ¿qué
ha pasado, señor Robles?
—Paco ha muerto.
—¿Quién?
—El joven, el del bigote, Paco
Estébanez. Y os lo habéis cargado vosotros. Javier Durán
está en el hospital muy grave, pero se salvará. Acabo de estar
con él, junto al Decano y la mesa del colegio —elevó el humo al
techo—. Dios santo, no se puede matar abogados a palos.
La pierna metálica del
Cojo crujió y el Portugués dijo:
—No fuimos a matarlos. Fuimos a darles un escarmiento tal como usted nos
dijo. Ha sido un accidente, ¿no, Cojo?
—Sí, ha sido un accidente.
—Paco Estébanez
tenía doble fractura de cráneo, hundimiento del esternón,
cinco costillas rotas... —se estremeció involuntariamente— y... en fin,
estaba hecho un Cristo. ¿Eso es lo que llamáis vosotros un escarmiento?
—Se pusieron chulos, señor
Robles. Tendría usted que haberlos visto. Ese Paco, el más joven,
nos mentó las madres. Pero no queríamos matarlo. Si
hubiésemos querido matarles lo hubiéramos hecho de otra manera, ¿no,
Cojo?
—Nosotros cumplimos, señor
Robles —contestó el Cojo—. Se nos fue la mano, es verdad, pero hemos
cumplido.
—Eran unos niñatos de
mierda, ni se defendieron. Lo único que hicieron fue mentarnos las
madres, insultar, darle al pico. Todos ustedes le dan demasiado al pico y eso
no es bueno.
—No le dimos fuerte, señor
Robles —el Cojo le interrumpió—. Le dimos como siempre, aquí el
Portugués lleva razón. Eran muy flojos, no tenían aguante.
El hombre apagó el
cigarrillo en el suelo, pisándolo con uno de sus zapatos marrones,
picudos y muy bien lustrados. Se retrepó en la silla.
—Ahora ya no sirve de nada
lamentarse. Habéis metido la pata y mucho. No es lo mismo sacudir a dos
letrados en ejercicio que asesinarlos a palos. El Colegio entero está
soliviantado y se prepara una campaña en la prensa de aúpa. Esto
a vosotros no os importa, naturalmente, pero los efectos han sido contrarios a
los buscados. El juicio se aplazará y si no se aplaza, Paco y Javier lo
tienen ganado. Ahora son unos mártires.
Hizo intención de
levantarse y el Portugués le colocó su mano larga y huesuda en el
brazo.
—¿Y el dinero,
señor Robles?
—Yo soy un intermediario,
Portugués. Sólo un intermediario, el dinero no es mío.
—Usted nos contrató y
usted nos pagará, Dijo que cien billetes a cada uno.
¿Dónde están esos billetes? Eso es lo que quiero saber. A
mí no me gusta la palabrería.
—Espera un momento,
Portugués —manifestó el Cojo—. Espera un momento.
¿Qué ha querido decir, señor Robles? ¿Qué no
nos va a pagar?
—No he dicho eso —intentó
sonreír—. Si fuera por mí, ahora tendríais cada uno lo vuestro.
Pero resulta que los de arriba se han enfadado conmigo y me han negado el
dinero. ¿Lo comprendéis? Decirme qué puedo hacer yo. Si
tuviera ese dinero os lo daba enseguida, pero no lo tengo —movió el
brazo, pero la mano del Portugués seguía aprisionándoselo—.
Lo siento mucho, de verdad, pero la culpa es vuestra. Mira que os lo dije muy
claro. Sólo una paliza, sólo una paliza, pero vosotros... —se
deshizo de la garra del Portugués que le apretaba demasiado el brazo y
metió la mano derecha en la sobaquera—. Pero tengo una solución,
esperar un momento...
El Portugués, en un
movimiento veloz y nervioso, extrajo de su chaqueta la Astra y la colocó
frente a los ojos del otro, cuando la mano apenas si había rozado las
solapas del abrigo.
—No haga eso, señor Robles.
El Cojo había sacado su
automática del 22 y la apuntaba también. El hombre,
lívido, intentó sonreír.
—No llevo armas —dijo en un
susurro—. Iba a sacar la cartera.
La sacó despacio y la
colocó sobre la mesa. Era una cartera abultada y brillante, de piel. Sus
iniciales estaban grabadas en oro. La abrió y sacó un fajo de
billetes y los contó con parsimonia, mientras su boca imitaba lo que
podría ser una sonrisa.
—Treinta mil. Es todo lo que
tengo —hizo dos montones—. Quince y quince. En casa tengo más. Si
queréis, iré a buscarlo y os lo traeré. Hablo en serio.
El Portugués se puso en
pie. Su cara estaba congestionada. Le apuntó directamente a la cabeza.
La pistola no temblaba.
—Por quince billetes yo no muevo
un dedo. ¿Dónde está el resto? Usted se quiere quedar con
la parte del dinero que me corresponde.
—Un momento, Portugués. Te
estoy diciendo la verdad —su cuerpo comenzó a agitarse. Su boca se
abría y cerraba como la de un pez fuera del agua—. Cojo, dile al
Portugués que yo soy legal, que digo la verdad.
—Portugués —habló
el Cojo—. Espera, así no arreglamos nada. Espera un momento.
—¡Mi dinero! ¡Quiero
mi dinero!
Su mano se tensó sobre la
Astra y entonces se escucharon dos disparos casi seguidos. En el ojo izquierdo
del Portugués apareció un agujero rojo y en medio de la frente,
otro. Se mantuvo de pie, sin moverse, como si las pequeñas balas del
Cojo no le hubieran hecho nada. Su brazo extendido se contrajo y dio un paso
hacia atrás y luego intentó hablar, la boca subió arriba y
abajo y los dientes se volvieron rojos.
—Cojo... —murmuró—.
Cojo...
Luego torció la cabeza de
golpe hacia la izquierda, hipó y más sangre le apareció en
la boca que se confundió con la que le manaba del agujero del ojo.
Alzó la mano con la pistola y dio otro paso atrás.
El tercer disparo le dio en el
corazón, a la altura del bolsillo de su mugrienta chaqueta de tejido
oscuro y barato. Gruñó y se contrajo violentamente, sin poder
sostener el brazo con el arma. Cayó de golpe, sobre sí mismo,
como se derrumban los edificios. En el suelo agitó brevemente las
piernas y el hombre elegante del abrigo se levantó de la silla con los
ojos desencajados.
—¡Dios santo, que horror!
—exclamó y se tocó con una mano trémula la garganta y la
cabeza—. ¿Está muerto, no? ¿Está muerto?
—Como mi abuela —contestó
el Cojo que había caminado hasta el centro del cuarto y empujaba el
cuerpo de su amigo con la pierna artificial—. Imbécil de
Portugués. Tenías que estropearlo todo. Idiota de mierda.
Tenía el rostro
grisáceo y plomizo y su pierna volvió a crujir cuando se
sentó pesadamente y apoyó los codos en la mesa. Aún no
había soltado la pistola.
—Te pagaré todo, Cojo.
Todo, te lo prometo. Te daré también su parte.
—Cállese.
—Se ha debido volver loco. Dios
mío, me horroriza ver tanta sangre —volvió a sentarse y con la
mano temblorosa encendió otro cigarrillo—. Por favor, vámonos ya.
No aguanto más.
—El Portugués era mi
amigo. Llevábamos mucho tiempo juntos.
—Sí, claro, lo comprendo,
pero...
—¿Qué?
—Oh, nada, nada. Cuenta con el
dinero. Te lo daré de mi propio bolsillo, pierde cuidado.
El Cojo miró su
automática y la dejó sobre la mesa.
—Esto es lo que nos pierde. Nos
hemos hecho viejos y estamos demasiado acostumbrados a matar. Se ha convertido
en un hábito. ¿Lo ve? Un viejo hábito que es
difícil quitarse.
—No sé... no sé lo
que quieres decir.
—Es muy fácil,
señor Robles. El Portugués no quería matarle, no era tan
tonto. Si le mataba a usted no cobraríamos nunca —levantó la
pistola y la observó de nuevo como si fuera la primera vez que la viese—.
Pero le mató porque las pistolas tienen una maldición cuando se
juntan con nosotros. Por eso yo también he matado a mi amigo,
¿sabe? Es como si una fuerza rara le obligase a uno apretar el gatillo.
Pobre Portugués.
—Deja... deja la pistola. No la
toques más, yo...
—Es bonita, ¿verdad?
—Eh, sí... sí...
Bueno, Cojo, creo que...
—Con usted es distinto,
señor Robles. Con usted va a ser diferente que con ese abogado y el
Portugués.
—Por Dios, Cojo. No hagas
locuras. Voy a darte el dinero, te lo juro.
—Va a ser otra cosa.
—No sé lo que quieres
decir, Cojo.
—Sí. Digo que con usted es
diferente. A usted sí tengo ganas de matarlo.